dijous, 29 de novembre del 2007

Texto de Javier García " Mujeres frente al espejo, una mirada entre el simulacro y la vida"

Mujeres frente al espejo, una mirada entre el simulacro y la vida


Una fotografía, es siempre un corte en el tiempo y en el espacio, una operación sobre la realidad en virtud de la cual arrancamos los objetos del fluir natural del tiempo, para trasladarlos a un tiempo paralelo, a un espacio nuevo y diferenciado, el de la representación fotográfica, en él, se detiene y congela lo que nunca permanece inmóvil, se aísla lo que nunca está separado, lo que sólo puede construir su sentido desde un marco de referencias mutuas. Con la fotografía asistimos al nacimiento de una realidad nueva, auténtico simulacro, que irrumpe en el mundo con vocación de colonizar al objeto representado, de sustituirlo por su apariencia, por su huella (químico-lumínica) que paradójicamente se nos presenta a la percepción como mas real que la propia realidad referente, en lo que constituye un fenómeno inherente a la esencia misma del hecho fotográfico. No obstante, en la fotografía, el poder de autentificación se antepone al de representación y más allá de la tupida red de códigos o sistemas culturales que la atraviesan, de prejuicios éticos o estéticos, de miradas e interpretaciones, nunca deja de latir el pulso de una presencia. La fotografía, siempre señala, indica un objeto que necesariamente existió, que necesariamente estuvo allí y que alcanza su condición de imagen gracias a una auténtica transfusión de realidad desde el original hacia la copia, que quedará para siempre impregnada por esa "chispa de vida" que emana del contacto físico con su objeto, como si de una mascarilla mortuoria se tratara, que hace del acto fotográfico un útil instrumento desde el cual transitar, como ocurre con las imágenes de estas mujeres, desde el ámbito inerte de la copia al secreto íntimo de lo vivo.

Quizás sea, en esa su condición de huella, donde resida la fascinación primitiva que la fotografía ejerce sobre el observador, un observador que asiste expectante a un nuevo alumbramiento, a la concesión al objeto de una segunda vida, que emerge al arrebatarlo del fluir natural del tiempo y trasladarlo a un tiempo incorruptible, a un tiempo resistente al tiempo mismo y sus efectos. Una operación que nos revelará toda su potencia seductora en el ámbito del retrato, en el que, aquello que salvamos de la ruina es el cuerpo. Procedemos a embalsamarlo en la copia, salvándolo de la corrupción, fijando la identidad del objeto más allá de todo cambio, de toda alteración, de un objeto, de un cuerpo, que para bien y para mal quedará atrapado y expuesto a su disección en la fotografía, en ese ámbar de haluros de plata que lo retendrá para toda la vida, para toda la muerte.

Fotografiamos cuerpos, fotografiamos personas, y mediante ese acto satisfacemos un atávico deseo, atrapar en la copia, en la representación, aquello que la siempre temporal naturaleza del hombre nos niega, y con ello legamos al futuro presencias, ilusiones de presencias, huellas de vidas que el tiempo nos arrebata y con las que procedemos a construir un presente extendido, expandido, a partir de las huellas del pasado que se eternizan en él y se transforman en uno de sus componentes indisolubles.

El hombre, la mujer, contemporáneos ya no podrán prescindir, sin un profundo desgarro, de ese panteón de imágenes supervivientes, de ahí que nos aprestemos a fotografiar y a ser fotografiados, a donar nuestros cuerpos al recuerdo eterno, tal y como lo hacen estas mujeres, que al oficiar sus cuerpos a la visión fría de la lente, se disponen a fijar su identidad en el tiempo, todo y que, como una fina intuición les alerta, al exponer sus cuerpos a la eternidad que emana de la cámara, lo están haciendo, también, a su fría y acerada mirada.

Al exhibirse frente al ojo impúdico de la cámara, que explora sus contornos que cartografía su geografía corporal, conocerán la turbación que emana de ese mostrarse, que al tiempo que las extrañará de si mismas las confinará en la conciencia de su cuerpo, de ese cuerpo siempre ausente en su presencia, siempre leve y etéreo en lo cotidiano y que ante la presencia descarnada de la cámara, se mostrará en toda su sólida corporeidad, revelándonos su condición de refugio de una íntima y profunda verdad, el secreto de esa soledad que somos, de esa irrepetible singularidad que cada una de estas mujeres es, y de la que son custodias y defensoras frente al mundo. Perdidas, al otro lado del espejo, extrañadas de si mismas, abordarán el reto impulsadas por un secreto y pequeño deseo de perdurar, por uno mayor de saber de sí, de acercarse a ese que somos desde la mirada del otro, y por la complicidad que el fotógrafo, consciente de la envergadura de su acto, ha sabido crear en el espacio no visible de la cámara, en esas pequeñas historias que conducen hacia el instante único e irrepetible del disparo, pedazos de experiencia, de vida en bruto, que se resisten al instante, que nunca se dejan atrapar totalmente en la fina red del negativo, y que empujan al que mira, al fotógrafo, en esa pulsión imposible, nunca consumada, de atrapar la totalidad de la vida en un instante.

Sólo la conciencia que surge de ese espacio de relación, de ese espacio de experiencia, permitirá desactivar la turbación, el gesto hierático y congelado, haciendo posible que esas mujeres, se muestren, se expresen, y desplieguen toda la textualidad de su cuerpo, de un cuerpo que dice de sí, que habla desde sus formas como lo harían las palabras en el texto, de un cuerpo que se transfigura en signo y que refiere a un significado, a una red de significados, propios y ajenos, que se baten y disputan sobre su calido territorio íntimo, ahora sí, descarnada y orgullosamente exhibido.

Cuerpos que al mostrarse dicen de sí, pero también dicen del otro, del autor, que pone en escena su engaño, presentándonos el simulacro como auténtico, mostrándonos su objeto, nueve mujeres, como piedras brutas sin tallar arrancadas de la naturaleza, cuando tras su gesto, tras el clic sonoro de la cámara, subyace una auténtica voluntad de dominio, una voluntad que, ya sea desde la pura pulsión, o desde el discurso razonado y la premeditación del acto, está modelando su objeto desde un lugar teórico, desde un orden simbólico, el suyo, un lugar que se oculta a la mirada y desde el que no obstante se está interpretando al objeto, hablando a su través, poseyéndolo en su representación, para trasladarnos un universo particular y singular, una verdad, la del autor.

Ni son arbitrarios los fondos, neutros y austeros, que buscan desnudar el alma del objeto, desposeerlo, vaciarlo de todo vinculo externo con su mundo, ni lo es la severidad de los encuadres que en ningún momento ahorran a la modelo la tarea de enfrentarse a sus fantasmas, a las aristas no deseadas de sus cuerpos, que alcanzarán en la copia la belleza de lo trágico, de lo auténtico y singular, de lo que deviene bello tras un largo y fatigoso combate, contra el tiempo, contra los roles sociales, contra modelos impuestos, contra la no aceptación de lo que somos, dura lucha que toma, en el cuerpo femenino, tintes épicos.

Fondos y encuadres y una iluminación sin concesiones, sin edulcorantes, herramientas al servicio de un proyecto, de una puesta en escena que cabalga entre el retrato y la crónica, entre la ternura de la contemplación y la violencia del análisis, entre la mirada desinteresada y el bisturí del cirujano, doble perspectiva que refleja esa visión del autor, probablemente nacida de su genealogía escindida, dividida entre dos universos creativos, el arte y el periodismo.

Pero si bien es cierto que la fotografía significa siempre esa mirada del autor, no lo es menos que nunca puede dejar de significar a su objeto, un cuerpo, una mirada, que se resiste a la fuerza modeladora del sujeto, que pugna con este por imponer su propia narración de sí, que desde esa su voluntad de ser, conquistará, invariablemente, un espacio propio mas allá de la mirada del otro. Un espacio imprevisto emerge del encuentro, una realidad nueva que muestra, tanto la verdad del sujeto como la del objeto, como un territorio de lo real emancipado de toda voluntad, independiente y autónomo, que supura a través de la cámara y que tan sólo se desvela desde el universo conceptual del espectador.

Estas fotografías que observamos solo pueden ser el producto de un compromiso, de un espacio de intimidad, invisible a la cámara, en el que la mirada del fotógrafo, una mirada masculina, negocia, pacta, va al encuentro de una mirada diferenciada, de una mirada femenina, que sabe y que quiere, reconocer en los ojos que miran una verdad ética insoslayable, un yo que nos interpela y nos demanda, cuidado, afecto, reconocimiento por la singularidad de una vida, de cada vida. Y es, en ese diálogo, que se configura el espacio necesario para que esos cuerpos se narren en libertad su propia conciencia de sí, que jueguen y experimenten con ese desconocido, descubierto al otro lado del espejo, que somos nosotros mismos, y que sus cuerpos emerjan no en tanto que estereotipado objeto masculino de contemplación, sino en tanto que narración que significa al tiempo un ser y un estar en el mundo.

El cuerpo nos habla siempre desde su periferia sensible, dice quienes somos y despliega frente a nosotros su propia narración, no en vano el cuerpo emana como fuente de identidad primera, es mediante el cuerpo que nos conocemos y reconocemos y a su vez somos reconocidos, es mediante el cuerpo que decimos quién somos, él nos va a disponer frente al mundo, él dice nuestro sexo, el color de nuestra piel, nuestra edad. Es la forma en que ponemos en escena nuestro cuerpo que los demás saben de nosotros, es desde el cuerpo que nos individuamos que nos presentamos como diferentes frente al mundo, antes que nada somos cuerpo, yo consciente y cuerpo se funden en una realidad indisociable que opera como un texto, como un signo que significa lo que somos, como una narración que nos explica y detalla, un texto, que no obstante se nos oculta a nosotros mismos, de la misma forma que se nos oculta aquella parte de lo que somos que sólo los demás conocen y que sólo ante el espejo reconocemos. De ahí la curiosidad y perplejidad ante nuestra propia visión, de ahí la dificultad de habitar nuestro propio cuerpo frente a la cámara, dificultad que no ha impedido a estas mujeres desplegar, ante la presencia contenida del fotógrafo, trasmutado en testigo, en notario de un prodigio, toda la multiplicidad de matices, de registros, de los que ellas, mujeres, más que nadie son portadoras, desde esa su privilegiada relación con el cuerpo .

Por su proximidad a la naturaleza, por su capacidad para dar vida para ser otro, y hablar desde el cuerpo a lo otro, por su capacidad relacional, porque ancestralmente se han ocupado de cuidar los cuerpos, de sanarlos y amortajarlos, por el silencio histórico que han padecido y que han hecho que su voz se canalizara a través del cuerpo, de las emociones, de un universo sensorial rico y complejo.

Desde ese universo conceptual, desde ese estar en el mundo, desde ese orden simbólico que les es propio, y desde la sensibilidad del autor para captarlo, estas mujeres hacen hablar a sus cuerpos, que dicen ternura, que dicen amor, que dicen amor al hijo, apertura a lo otro, que dicen sensualidad, pero que también hablan de temor, de frustración, de dolor, de cuerpos que se recogen sobre si mismos, que se muestran en toda su indigencia, inseguros, vulnerables, cuerpos débiles que hablan, no obstante, de una infinita fuerza, de su perseverancia, de su capacidad de lucha, de su orgullo y del valor de luchar por la vida, contra sus monstruos. Cuerpos que nos hablan del paso del tiempo, de las huellas irremisibles del pasado, de las que fueron a su pesar y de las que lo fueron con su querer, del presente, de un presente fugaz y efímero que proyecta ilusión y temor hacia el futuro, cuerpos que hablan de sí y con ello están hablando de todos, cuerpos que al abrirse en su intimidad están alcanzando el núcleo central de lo universal, de aquello íntimo que todos podemos reconocer como propio y que nos invita a la apertura a lo otro y su diferencia.

Podemos contemplar estas imágenes en todo lo que tienen de simulacro, de copia de la realidad, de construcción formal, de luces y sombra, de masas y texturas, pero a mi juicio, si a algo nos están invitando, es a acercarnos a ellas en busca de su realidad referente, de su condición de huella, de ese soplo de vida, de piel, de afecto, de emoción, que han quedado condensadas, recogidas, en las miradas de esos cuerpos, de esas mujeres, que nos recuerdan una vez más que la vida brota en la mas inhóspita de las naturaleza, incluida la del simulacro, la de la copia. Tal vez, sólo por ello, hay mujeres en este conjunto de imágenes, porque ellas son portadoras de vida, porque ellas simbolizan más que nadie esa conexión con la naturaleza íntima de la vida, que saben cuidar y mimar, y que el fotógrafo, Manel Sanz, busca y encuentra, reconfortado, en su proximidad

Javier García